Desde que he descubierto que Un otoño romano tiene un índice de lugares me lo llevo en el bolso en lugar de la típica guía.
Lo primero es hablaros de la iglesia de San Eustaquio. Está al lado del Café de San Eustaquio, considerado uno de los mejores de Roma. El café no está mal, bueno... está muy rico, pero lo mejor se encuentra camino del váter, donde se ve cómo muelen y envasan el café.
La iglesia no tienenada especial, excepto que dicen, dice Reverte, que a los romanos no les gusta casarse allí porque en su frente hay un ciervo con unos grandes cuernos, y eso no les presagia nada bueno. Supersticiosos, estos italianos...
La otra curiosidad la hemos encontrado en la Iglesia del Giesú. Como buenos vascos, hemos ido a visitar a nuestro insigne San Ignacio de Loyola que yace aquí. La iglesia tiene unos imponentes frescos en unos altísismos techos poco iluminados. Ya nos estábamos yendo cuando hemos reparado en un espejo rectangular e inclinado, unos 45° sobre la horizontal, más o menos. Mi primera reacción ha sido intentar hacernos un selfie (soy una simple, sí, qué le vamos a hacer), que le he cogido afición a sacar fotos frente a espejos, muchas quedan chulas. Pero hete aquí nuestra sorpresa cuando al asomarnos al espejo hemos visto el techo perfectamente. Por supuesto, Iñigo enseguida ha pensado que ese y no otro tenía que ser el propósito del espejo, si no yo todavía seguiría pensando que era casualidad. La pena es que había poca luz, el selfie con el techo de fondo hubiera quedado guay...
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